Los inviernos de La Paz son sin lugar a dudas los
más bellos del planeta. Cielos azules sin mácula alguna cubren la
ciudad, colgada cerca a 4.000 metros de altura sobre el nivel del mar.
Un sol que quema al mediodía y una luna que refresca los sueños durante
las noches fueron el marco para la entrada universitaria en su
aniversario de cuarto de siglo, en que año tras año, los estudiantes
regalan a los paceños coloridos singulares, ritmo sin par y la
contagiosa alegría de vivir. Para ello se organizan en sonoras comparsas
las diversas carreras que imparte la universidad local.
La rutina anual para los espectadores habituales seguramente les impide
notar los dramáticos avances operados en ese segmento de la juventud.
Pero para mí, ver ese carnaval juvenil luego de varios años de ausencia
me trajo la inevitable comparación con aquel tiempo pasado que no
siempre fue mejor.
La mocedad de 2012 es una que
baila, que canta a la vida y que, en sus pasos de cadencia popular y de
sones folklóricos parodiando las danzas originarias, confirma la
tendencia no de ahora sino de siempre de sellar el mestizaje boliviano
con el orgullo de la identidad nacional.
Los 80 mil
estudiantes de la Universidad Mayor de San Andrés ya no son los epígonos
de las élites neocolonizadoras del antiguo estado minero feudal,
derrumbado por la Revolución Nacional de 1952. Tampoco es la generación
sometida a la férrea dictadura militar intoxicada por la guerrilla para
combatir en la noche triste de 18 años, ni la nueva progenie conformista
emergente de los gobiernos neoliberales que —en minoría— sigue aún
sumida en esa espantosa apatía para los asuntos públicos. Como aquel a
quien, en una encuesta, alguna vez se le preguntó a qué se podría
atribuir la indolencia actual de los jóvenes... ¿a la ignorancia o a la
indiferencia? Y la respuesta no se dejó esperar: no sé, ni me
interesa...
En todas las cofradías traslució un
notable deseo de retorno a las raíces que no pueden ser otras que el
patrimonio indígena, enriquecido con la contribución colonial española
que produjo ese saludable mestizaje cultural y biológico. La piel más
clara o menos oscura no significaba nada más que un detalle cosmético.
Muchachos más altos y garridos. Mozas más fermosas y sonrientes.
El vigor de los caporales iba de la mano con la femineidad reencontrada
de las ninfas paceñas. Otrora, las tímidas doncellas que sólo osaban
mostrar los tobillos, ahora, con gallardía y sana picardía, exhiben sus
contorneadas piernas que sujetan apretados calzoncitos de uno u otro
color, que despiertan la intriga del público en general, y el fisgoneo
de los jubilados en particular.
Si los chinos
despliegan espectaculares paradas militares para exponer su poderío
hacia el futuro, la entrada del universitariado paceño marca la
vitalidad de la nueva Bolivia, presta a enfrentar desafíos ignotos.
Esa briosa ofrenda a los credos ancestrales de la montaña, el valle o
el trópico no requirió de wiphala alguna para afirmar la afinidad
cultural de la Nación. Bastaron hábiles piruetas coreográficas para
trasuntar el contaminante alborozo de ser bolivianos, unidos en nuestra
rica diversidad. Confiamos que si los alumnos dedicaran el mismo
entusiasmo para estudiar que el que derrochan para bailar, el porvenir
de la Patria será promisor.
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